Miro al cielo. No es el cielo, no al menos el que imagino cuando digo la palabra cielo. El cielo de un recinto, la superficie que inmediatamente se encuentra sobre mi cabeza mientras estoy en algún adentro. Miro el cielo y no veo nada, o lo veo todo. La oscuridad más profunda, esa que deja ver a través y nos sugiere otros mundos. Esa penumbra que se deja contemplar altiva, susurra que será más oscura que nuestras noches más oscuras. ¿Cuál es la altura de este cielo? me sigo preguntando en el bar, con la cabeza inclinada hacia atrás mientras boto una bocanada de humo que interrumpe mi visión. La oscuridad de los recintos, esos cielos rasos, negros, tamizados de neblinas y puntos anaranjados en el interior de los vasos, son ambientes que al inicio me parecieron curiosos pero no improbables. Esos bares tienen generalmente un color un poco más oxidado que otros espacios, pero en Berlín el óxido es varios tonos más oscuro. Igual que cuando me senté por primera vez en alguna cocina, de algún amigo, a tomar algo. El ambiente fue el mismo y eso fue inesperado. Esos salones no sólo eran iluminados con lo mínimo, con pequeñas lámparas o velas; si no que la calidad y la cantidad de luz era distinta a la que yo conocía. Ahora veo que la oscuridad no pertenece exclusivamente al exterior, ha entrado; o quizás nunca salió, y desde muy adentro, esa oscuridad – die Dunkelheit – vive en el corazón de los hogares. Se encienden las luces solamente para cumplir tareas domésticas, definidas y claras. Tareas donde es necesario el detalle. Pero si el detalle no es indispensable, tampoco lo es la claridad. Para permanecer no es necesario mayor definición que lograr entender nuestro espacio próximo o percibir al menos, suficientes siluetas para saber que no estamos solos.
Cómo iluminan o cómo se dejan iluminar. Porque al asomarse un tímido rayo de sol invernal, la conmoción es inminente. El espesor de ese haz de luz será administrado con astucia matemática por cada peatón que tenga la suerte de presenciarlo. Veo como los movimientos rápidos y torpes de esos cuerpos tiesos de frío, paulatinamente ralentizan su temblor, bajan la revolución como si ese rayo de luz les quitara la capacidad de movimiento, como si el sol los congelara. En cámara lenta los cuerpos buscan una posición de descanso; de pie, con una pierna enganchada y a otra floja, donde el peso del cuerpo se pueda dejar ir, y se detienen, y así comienza el noble acto de permanecer. Ojos cerrados, expresión impávida, mejillas relajadas. Un grupo de desconocidos compartiendo un éxtasis, petrificados en distintos ejercicios aeróbicos dirigen sus frentes hacia la claridad. Como pausas de placer instantáneo en medio del invierno, regalos que reciben párpados agradecidos y pechos que se dejan entibiar, ya que a veces en estos inviernos, el corazón necesita un poco de amor.
Y casi son tres años que vivo en esta ciudad y es recurrente, es la luz y el berlinés, el sol y la penumbra en la vida cotidiana, un lugar que aparece y vuelve a desaparecer. La luz de lo cotidiano o das Licht des Alltags. No hay medias tintas, existe amor por la dualidad más profunda y más honesta. Si predomina la noche, asumimos la oscuridad y la abrazamos con entereza. Pero cuando asoma el sol, no solo abrimos todas las ventanas, abrimos nuestro semblante para que respire un poco de ilusión estival. Estoy convencido que ese rayo de sol es la droga más cotizada de Berlín.
Hoy rápido se va el otoño y con su partida aumenta la monocromía urbana. No son pocos los desertores invernales que no aguantan la temporada completa, para algunos es demasiado dura. Pero creo que hay que saber aproximarse a esos rincones sin luz, con atención pero también con goce. La belleza de la ciudad permanece, solo que al cambiar la iluminación del escenario, debemos cambiar la manera de actuar. A medida que cambia su condición, debemos cambiar nuestros hábitos luminosos por hábitos más lúgubres y mimetizarnos con nuestro entorno. Así he encontrado hábitos invernales que traen implícito un concepto que he aprendido a querer. Die Gemütlichkeit: que es acogedor, pero también es familiar y privado, es placentero, confortable e íntimo. Es un adjetivo positivo, parte fundamental de la cultura alemana, de otra manera sería inconcebible; si es gemütlich te dejará permanecer. En español no tenemos un sustantivo que sea su sinónimo. Quizás no lo necesitamos – o quizás – aún no sabemos lo bueno que es. Así vuelvo al bar, a mirar de nuevo el cielo y el salón, y ver que este ambiente lúgubre es iluminado por destellos que iluminan sólo lo próximo. Esta iluminación no define el espacio arquitectónico, más bien define el espacio de la intimidad. El momento de la Gemütlichkeit es un espacio privado determinado por el alcance de la luz y eso lo transforma en hogareño y propio.
Además hay algo especialmente seductor en esta atmosfera, en ella descansan momentos de indefinición. Este espacio lóbrego sugiere y sorprende; ya que la indefinición es también lo blando y lo borroso, lo mezclado, liquido y desdibujado; una invitación a completar, es donde habita la fantasía. El lugar de las dudas es la antípoda del imperio de lo claro, fomenta el error y el tropiezo, el reflejo primario de tantear hasta entender. Esos momentos son pequeños tesoros en el infierno de la alta definición que nos ahoga diariamente. Lo ultra definido es paternalismo puro, casi no tenemos escape. No deja lugar a dudas, muestra cuales son los finales de las cosas, sus límites y fronteras. Formas indudables e ideas ya masticadas. Si no podemos proponer, interpretar o intentar adivinar, nos transformamos en meros consumidores y dejamos de intervenir nuestro entorno. Por eso, la idea de sumergirnos en esas penumbras invernales, donde las formas parecen lo que no son, es una invitación a no aflojar; es un intento desesperado por seguir participando activamente de nuestras propias vidas.
Y así como ese invierno es radical y nebuloso, y la radicalidad marca la pauta, al llegar su opuesto tampoco lo hace discretamente. No por la estación estival y el exceso de luz natural. Es en el lenguaje, en la palabra y en la realidad que esta construye. Hay un sol opuesto al que nosotros – los hispanohablantes – conocemos y entendemos. Aquí, en estas tierras, es ella. En alemán - Die Sonne - el sol es de género femenino. Una de las figuras primordiales, si no la principal de especie humana, en la lengua alemana es una fémina. En los idiomas latinos, es tan determinante de la imagen solar masculina que fue una sorpresa mayor saber que esa figura se transforma en una hembra fundacional. Lo aprendí hace varios años y todavía me fascina pensar que quienes nacieron dentro del idioma alemán, viven en una realidad donde tienen una figura femenina colgando del cielo. Con esa figura cae una primavera magnética que nos permite movernos rápidamente al otro lado de la dualidad. Es como si ella decidiera tomar ese hogar introvertido que nos cobijó y hacerlo público; decide lanzarlo por la ventana, dejar que vuele y se disperse por toda la ciudad. Con ese acto nos saca a todos de la oscuridad interior y nos planta en plena intemperie. Se comienza a desarrollar en medio de bosques y parques, al borde de los canales, de lagos y plazas. Apenas sale el sol, no esperamos a cerciorarnos si es verdad que todo cambió, se apuran las masas humanas a alimentarse de la luminosidad perdida. Se organizan rápidamente picnics y fiestas diurnas, comienza una vida absolutamente volcada al espacio público, el encuentro con la multitud reaparece, volvemos a vernos las caras. Y todo se vuelve bello y todos se ven felices; las lúgubres noches precedentes parecen nunca haber existido, se han borrado del imaginario colectivo. Es ahora y es sol, nada más importa. Es una vorágine donde el tiempo parece correr acelerado en cada momento, son días eternos y breves. Cada esquina, cada reflejo de luz es aprovechado sabiamente. Cuando hay sol también hay hogar y ahora la ciudad completa se transforma en nuestro espacio, ya no personal, ahora colectivo; compartimos juntos con toda su fauna este período de dicha donde habitamos la ciudad en plenitud. Lo dijo Goethe en su Canción del Caminante:
Wanderlied*
Bleibe nicht am Boden heften
Frisch gewagt und frisch hinaus!
Kopf und Arm mit heitern Kräften,
Überall sind wir zu Haus
Wo wir uns der Sonne freuen,
Sind wir jede Sorge los:
Daß wir uns in ihr zerstreuen,
Darum ist die Welt so groß.
Canción del Caminante
No te quedes pegado al suelo
¡Sé audaz y avanza valiente!
Cabeza y brazos llenos de fuerza alegre,
En todos lados estamos en casa;
Donde el sol nos regocije
Estamos libres de toda preocupación:
el dispersarnos en él (sol)
Hace que el mundo sea enorme.
Donde el sol nos regocije estaremos en casa. Las noches breves y claras nos engañan, nos confunden y nos hacen creer que serán así para siempre. Es ahora y es bello, y es suficiente. Ese es el engaño del verano, ya pensaremos en el mañana. Donde la luz se hace del tiempo y los días largos con noches de cuatro horas en la mitad de julio hacen que la ciudad celebre su insomnio. Hacen que la luna siga iluminando el período donde la alegría conmueve y parece que el viento tibio, generoso, nos devuelve el calor robado en invierno. Así vuelvo a mirar al cielo. Este es el cielo que imagino cuando digo la palabra cielo. Es un cielo nocturno, donde una luna tiñe todo con un velo que ablanda los contornos y desafila los ángulos, permitiendo el flujo inexorable de nuestras vidas. La luna – der Mond – que en alemán es de género masculino, fue descrita por Nietzsche como un monje que mira celosamente la tierra y la alegría de sus amantes. Ahora levanto la mirada y puedo entender su celo, cuando en verano nos mira desde lo alto disfrutar esas azules noches berlinesas.
*Nota del Autor
El poema Wanderlied de Johann Wolfgang von Goethe, aparece en Wilhelm Meisters Wanderjahre (1821), libro 3, capitulo 1.
Fue traducido íntegramente por el autor. Gracias a Constanza Salas y Leonhard Weber por revisar la traducción.
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Publicado en Revista Desbandada y en Revista Otras Inquisiciones - Fotografías por cortesía de Guillermo Castro
Das Licht des Alltags
Ich schaue zum Himmel. Es ist nicht der Himmel, zumindest nicht der, den ich mir vorstelle, wenn ich das Wort "Himmel" sage. Es ist die Decke eines Raumes, die Oberfläche, die sich sofort über meinem Kopf befindet, wenn ich irgendwo drinnen bin. Ich schaue zum Himmel und sehe nichts oder ich sehe alles. Die tiefste Dunkelheit, die hindurchschauen lässt und uns andere Welten suggeriert. Diese Dämmerung, die sich stolz betrachten lässt, flüstert, dass sie dunkler sein wird als unsere dunkelsten Nächte. Wie hoch ist dieser Himmel? frage ich mich weiter an der Bar, mit dem Kopf nach hinten geneigt, während ich eine Rauchwolke ausstoße, die meine Sicht unterbricht. Die Dunkelheit der Räume, diese niedrigen, schwarzen Decken, durchzogen von Nebelschwaden und orangefarbenen Punkten in den Gläsern, sind Atmosphären, die mir anfangs kurios, aber nicht unmöglich erschienen. Diese Bars haben in der Regel eine etwas rostigere Farbe als andere Räume, aber in Berlin ist der Rost mehrere Töne dunkler. Genauso wie damals, als ich zum ersten Mal in der Küche eines Freundes saß, um etwas zu trinken. Die Atmosphäre war die gleiche, und das war unerwartet. Diese Räume wurden nicht nur minimal beleuchtet, mit kleinen Lampen oder Kerzen, sondern auch die Qualität und Quantität des Lichts war anders als das, was ich kannte. Jetzt sehe ich, dass die Dunkelheit nicht ausschließlich zum Außenbereich gehört, sie ist eingedrungen; oder vielleicht hat sie diesen nie verlassen, und von tief innen lebt diese Dunkelheit – die Dunkelheit – im Herzen der Häuser. Die Lichter werden nur eingeschaltet, um bestimmte, klar definierte häusliche Aufgaben zu erfüllen, bei denen Details notwendig sind. Aber wenn Details nicht unverzichtbar sind, dann ist es auch die Klarheit nicht. Um zu bleiben, ist keine größere Definition nötig, als zu verstehen, was uns umgibt, oder zumindest genug Silhouetten zu erkennen, um zu wissen, dass wir nicht allein sind.
Wie sie beleuchten oder sich beleuchten lassen. Denn wenn ein schüchterner Winterstrahl durchbricht, ist die Aufregung unvermeidlich. Die Dichte dieses Lichtstrahls wird von jedem Passanten, der das Glück hat, ihn zu erleben, mit mathematischer Genauigkeit verwaltet. Ich sehe, wie die schnellen und unbeholfenen Bewegungen dieser steifen, kältegeplagten Körper allmählich langsamer werden, die Geschwindigkeit verringern, als würde dieser Lichtstrahl ihnen die Bewegungsfähigkeit nehmen, als würde die Sonne sie einfrieren. In Zeitlupe suchen die Körper nach einer Position der Ruhe; stehend, mit einem Bein eingehakt und dem anderen locker, wo sich das Gewicht des Körpers entspannen kann, und sie halten inne, und so beginnt der edle Akt des Verweilens. Geschlossene Augen, regungslose Gesichtszüge, entspannte Wangen. Eine Gruppe von Fremden, die eine Ekstase teilen, eingefroren in verschiedenen Aerobic-Übungen, richten ihre Stirnen zum Licht. Wie Momente des spontanen Vergnügens mitten im Winter, Geschenke, die dankbare Augenlider und wärmende Herzen empfangen, da das Herz in diesen Wintern manchmal ein wenig Liebe braucht.
Fast drei Jahre lebe ich nun in dieser Stadt, und es wiederholt sich immer wieder, es ist das Licht und der Berliner, die Sonne und die Dämmerung im Alltagsleben, ein Ort, der erscheint und wieder verschwindet. Das Licht des Alltags oder das Licht des Alltags. Es gibt keine halben Sachen, es gibt eine Liebe zur tiefsten und ehrlichsten Dualität. Wenn die Nacht überwiegt, akzeptieren wir die Dunkelheit und umarmen sie mit Entschlossenheit. Aber wenn die Sonne aufgeht, öffnen wir nicht nur alle Fenster, wir öffnen unser Gesicht, um ein wenig sommerliche Illusion zu atmen. Ich bin überzeugt, dass dieser Sonnenstrahl die begehrteste Droge Berlins ist.
Heute verabschiedet sich der Herbst schnell, und mit seinem Abschied nimmt die städtische Monochromie zu. Es gibt nicht wenige Winterflüchtlinge, die die ganze Saison nicht durchhalten, für manche ist es zu hart. Aber ich glaube, man muss sich diesen lichtlosen Ecken mit Aufmerksamkeit, aber auch mit Genuss nähern. Die Schönheit der Stadt bleibt bestehen, nur ändert sich die Beleuchtung der Bühne, und wir müssen unsere Art zu handeln ändern. Wenn sich die Bedingungen ändern, müssen wir unsere lichtvollen Gewohnheiten gegen düstere eintauschen und uns an unsere Umgebung anpassen. So habe ich Wintergewohnheiten gefunden, die ein Konzept implizieren, das ich zu schätzen gelernt habe: Die Gemütlichkeit: Sie ist gemütlich, aber auch vertraut und privat, angenehm, komfortabel und intim. Es ist ein positives Adjektiv, ein wesentlicher Bestandteil der deutschen Kultur, anders wäre es undenkbar; wenn es gemütlich ist, wird es dich verweilen lassen. Auf Spanisch haben wir kein Substantiv, das ein Synonym dafür ist. Vielleicht brauchen wir es nicht – oder vielleicht wissen wir noch nicht, wie gut es ist. So kehre ich zurück zur Bar, schaue erneut zum Himmel und in den Raum, und sehe, dass diese düstere Atmosphäre nur das Nahe erleuchtet. Diese Beleuchtung definiert nicht den architektonischen Raum, sondern den Raum der Intimität. Der Moment der Gemütlichkeit ist ein privater Raum, bestimmt durch das Licht, das ihn erreicht, und das macht ihn heimelig und eigen.
Es gibt etwas besonders Verführerisches in dieser Atmosphäre, in der Momente der Unbestimmtheit ruhen. Dieser düstere Raum suggeriert und überrascht; denn Unbestimmtheit ist auch das Weiche und Verschwommene, das Vermischte, Flüssige und Unschärfe; eine Einladung zum Vervollständigen, es ist der Ort, an dem die Fantasie wohnt. Der Ort des Zweifels ist das Gegenteil des Imperiums des Klaren, er fördert den Irrtum und das Stolpern, den primären Reflex, zu tasten, bis man versteht. Diese Momente sind kleine Schätze im Höllenfeuer der hohen Definition, die uns täglich erstickt. Das ultra Definierte ist reiner Paternalismus, wir haben fast keinen Ausweg. Es lässt keinen Raum für Zweifel, es zeigt, wo die Dinge enden, ihre Grenzen und Grenzen. Unzweifelhafte Formen und vorgekaute Ideen. Wenn wir nicht vorschlagen, interpretieren oder raten können, werden wir zu bloßen Konsumenten und hören auf, unsere Umgebung zu gestalten. Deshalb ist die Idee, in diese winterlichen Dämmerungen einzutauchen, in denen die Formen anders erscheinen, als sie sind, eine Einladung, nicht nachzulassen; es ist ein verzweifelter Versuch, weiterhin aktiv am eigenen Leben teilzunehmen.
Und genauso wie dieser Winter radikal und neblig ist, und die Radikalität den Ton angibt, so kommt auch sein Gegenstück nicht dezent daher. Nicht wegen der Sommerzeit und des Übermaßes an natürlichem Licht. Es ist in der Sprache, im Wort und in der Realität, die es erschafft. Es gibt eine Sonne, die das Gegenteil von dem ist, was wir – die Spanischsprachigen – kennen und verstehen. Hier, in diesen Landen, ist sie weiblich. Auf Deutsch – die Sonne – ist die Sonne weiblichen Geschlechts. Eine der Grundfiguren, wenn nicht die Hauptfigur der Menschheit, ist in der deutschen Sprache weiblich. In den romanischen Sprachen ist das männliche Sonnenbild so bestimmend, dass es eine größere Überraschung war zu erfahren, dass diese Figur zu einer fundamentalen Frau wird. Ich habe das vor einigen Jahren gelernt und es fasziniert mich immer noch, darüber nachzudenken, dass diejenigen, die in der deutschen Sprache aufgewachsen sind, in einer Realität leben, in der eine weibliche Figur am Himmel hängt. Mit dieser Figur kommt ein magnetischer Frühling, der uns schnell auf die andere Seite der Dualität zieht. Es ist, als würde sie beschließen, das introvertierte Heim, das uns Schutz geboten hat, öffentlich zu machen; sie beschließt, es aus dem Fenster zu werfen, es fliegen zu lassen und sich über die ganze Stadt zu verteilen. Mit dieser Tat holt sie uns alle aus der inneren Dunkelheit und stellt uns in die volle Öffentlichkeit. Es beginnt in Wäldern und Parks, an den Ufern der Kanäle, Seen und Plätze. Sobald die Sonne aufgeht, warten wir nicht, um zu überprüfen, ob sich alles verändert hat, die Menschenmassen eilen los, um sich von der verlorenen Helligkeit zu ernähren. Es werden schnell Picknicks und Tagespartys organisiert, ein Leben, das sich völlig dem öffentlichen Raum verschreibt, die Begegnung mit der Menge kehrt zurück, wir sehen uns wieder in die Augen. Und alles wird schön, und alle sehen glücklich aus; die düsteren Nächte scheinen nie existiert zu haben, sie sind aus dem kollektiven Gedächtnis verschwunden. Es ist jetzt und es ist die Sonne, nichts anderes zählt. Es ist ein Wirbel, in dem die Zeit in jedem Moment beschleunigt zu vergehen scheint, es sind ewige und kurze Tage. Jede Ecke, jeder Lichtstrahl wird weise genutzt. Wenn die Sonne scheint, gibt es auch ein Zuhause, und jetzt
wird die ganze Stadt zu unserem Raum, nicht mehr privat, sondern kollektiv; wir teilen diese Zeit des Glücks mit all ihrer Fauna, in der wir die Stadt in vollen Zügen genießen. Goethe sagte es in seinem *Wanderlied*:
Wanderlied
Bleibe nicht am Boden heften
Frisch gewagt und frisch hinaus!
Kopf und Arm mit heitern Kräften,
Überall sind wir zu Haus.
Wo wir uns der Sonne freuen,
Sind wir jede Sorge los:
Daß wir uns in ihr zerstreuen,
Darum ist die Welt so groß.
Wo immer uns die Sonne erfreut, sind wir zu Hause. Die kurzen und klaren Nächte täuschen uns, sie verwirren uns und lassen uns glauben, dass sie für immer so bleiben werden. Es ist jetzt und es ist schön, und es ist genug. Das ist die Täuschung des Sommers, wir denken morgen darüber nach. Wo das Licht die Zeit ergreift und die langen Tage mit vierstündigen Nächten in der Mitte des Juli die Stadt ihren Schlafmangel feiern lassen. Sie lassen den Mond den Zeitraum beleuchten, in dem die Freude berührt, und es scheint, als würde der warme, großzügige Wind uns die im Winter gestohlene Wärme zurückbringen. So schaue ich wieder zum Himmel. Dies ist der Himmel, den ich mir vorstelle, wenn ich das Wort Himmel sage. Es ist ein nächtlicher Himmel, in dem der Mond alles mit einem Schleier bedeckt, der die Konturen weicher macht und die Winkel stumpfer, wodurch das unerbittliche Fließen unseres Lebens ermöglicht wird. Der Mond – der Mond – der im Deutschen männlich ist, wurde von Nietzsche als Mönch beschrieben, der eifersüchtig auf die Erde und die Freude ihrer Liebenden blickt. Jetzt schaue ich nach oben und kann seinen Neid verstehen, wenn er im Sommer von oben zusieht, wie wir diese blauen Berliner Nächte genießen.